La mañana de esa jornada comenzó como Edurne esperaba. Mientras encendía la luz de su consulta recordaba cuánto echaba de menos atender a sus pacientes cara a cara. Esa consulta que meses atrás acostumbraba a estar repleta de gente, ahora lucía apagada y gris. De hecho, fue justo al entrar cuando se percató de que la planta que adornaba alegremente la estantería frente a la camilla se encontraba mustia y seca. No conseguía recordar cuándo fue la última vez que la regó.
La mesa estaba repleta de documentos desordenados y dos tazas con restos de café frío. Antes de comenzar con el trabajo la joven se propuso poner orden en su mesa. Los nuevos protocolos que su superior le había hecho llegar esa misma mañana se mezclaban con otros más antiguos y una docena de trozos de papel, llenos de anotaciones escritas con bolígrafo azul, tapaban el teclado.
Al recoger las tazas intentó hacer memoria de cuántos cafés tomó el día anterior. “Por eso anoche no pude dormir”, pensó. Siempre achacaba los problemas de sueño que arrastraba desde hace días a esa bebida que, según ella, le daba la vida.
Tras terminar con esa pequeña tarea continuó abriendo la ventana para ventilar un poco. Desde que llegó a trabajar a ese centro de Atención Primaria siempre pensó que había tenido mucha suerte al haberle tocado esa consulta. Desde la ventana podía contemplarse una gran arboleda que se movía acompasada por una suave brisa, típica de las mañanas de abril. Al ver los árboles moverse, recordó también cuánto echaba de menos pasear al aire libre.
Se dispuso a tomar asiento y, mientras que esperaba que su lento ordenador terminara de encenderse, Edurne se masajeó suavemente la nariz. Las marcas rojas que le producían las gafas de protección y esa apretada mascarilla cada vez le molestaban más. Cuando el ordenador decidió encenderse, la pantalla se inundó con una interminable lista de nombres y apellidos a los que la enfermera ojeaba con una sensación ambivalente: por un lado se sentía preocupada. Era consciente de que detrás de cada nombre se escondían historias, preocupaciones y miedos. Por otro lado, se sentía desmotivada y resignada. La jornada de ese día, como venía siendo frecuente, se alargaría más de lo normal.
Comenzó su labor. Una a una fue entrando en las historias de sus pacientes. Llamada tras llamada, Edurne se ceñía al monótono protocolo que tenía ante ella. La mayoría de personas que recibían esas llamadas se solían mostrar agradecidas por las preguntas que se centraban básicamente en el control de los síntomas que la infección vírica les hacía padecer. El tono de voz alegre que la enfermera usaba de forma intencionada en sus llamadas sin duda ayudaba a que esto fuese así.
El siguiente nombre que pareció en la lista hizo que Edurne se detuviera un momento. Esperanza. Intentó hacer memoria por un segundo, hasta que pudo recordar. Esperanza era una mujer anciana, con el pelo blanco y de trato muy afable y educado, a la que Edurne pudo conocer en las primeras semanas de trabajo en aquella zona, años atrás. Hacía meses que no la veía, incluso tenía dificultad para recordar algunos rasgos faciales de la mujer. Pero lo que sí recordaba es que era una persona que vivía sola y que tenía dificultades con el manejo de su medicación. Múltiples enfermedades crónicas, problemas de visión y de movilidad y una gran sensación de soledad eran solo algunos de los problemas que habían llevado a Esperanza al centro de salud en el pasado.
Edurne se apresuró a marcar el número de teléfono que se mostraba en la pantalla. Mientras escuchaba los tonos de la llamada y esperaba una respuesta, recordaba cuántas complicaciones relacionadas con la maldita enfermedad habían tenido otras personas con características similares a las de Esperanza. En esos pocos segundos, incluso llegó a recordar las caras de algunas que habían fallecido a causa del virus. Los tonos dejaron de escucharse y alguien descolgó el teléfono al otro lado:
-Buenos días, llamo del centro de salud, soy su enfermera.-¡Hola, Edurne! Qué alegría escucharte.
Esperanza respondió con su suave y característica voz. La mujer, como era de esperar, se encontraba en su domicilio. Como ruido de fondo se alcanzaba a escuchar una voz grave y resonante que provenía de lo que parecía una radio. La anciana comenzó a relatarle a su interlocutora todo el proceso que había vivido desde que le diagnosticaron la infección por coronavirus. Una tímida tos interrumpía con frecuencia el discurso de Esperanza. Era una mujer muy metódica, por lo que había anotado detalladamente su propia temperatura corporal que medía rigurosamente cada día. Quizás el miedo que tenía a que algo se complicara también ayudaba a que el control de sus síntomas fuese así de estricto. Tras varias preguntas, Edurne se aseguró de que el padecimiento de Esperanza seguía siendo leve. En ese momento, revisando el protocolo que había impreso esa misma mañana, la llamada debería haber finalizado. Pero la enfermera sintió que la mujer necesitaba seguir hablando.
Esa llamada no fue como las anteriores entrevistas que había hecho durante la mañana. Las preguntas clínicas y casi asépticas sobre la tos o la fiebre se transformaron en una conversación más cordial y relajada. Edurne se preocupó por la medicación de su paciente, además de por su alimentación. Si ella vivía sola y debía permanecer aislada en su casa, ¿quién se encargaba de hacer la compra? La anciana le explicó, con un tono agradecido, que eran sus vecinos quienes le habían estado ayudando con esos asuntos. A pesar de estar sola en su hogar, Esperanza estaba siempre acompañada de una forma u otra. Tras varios minutos de conversación, Edurne volvió a explicarle a la mujer qué síntomas podrían hacer ver que algo no iba bien; tras ello se comprometió a continuar el seguimiento telefónico personalmente.
-Hija, muchas gracias por acordarte de mí. Vuelve a llamarme pronto.
La frase de despedida de Esperanza hizo que la enfermera parase su labor de repente. Tras colgar el teléfono y detenerse unos segundos Edurne fijó su mirada en una botella de agua que tenía a su lado. Era una botella metálica de color granate que alguna agradecida estudiante en prácticas le regaló varios meses atrás. La cogió, se levantó de su silla y se dispuso a llenarla de agua en ese grifo de su consulta que tan a menudo visitaba para lavarse las manos. Tras esto, se acercó a la planta que aparentaba no tener vida y la bañó generosamente con agua fresca. La tierra que estaba seca y raída rápidamente absorbió el agua.
Las duras semanas de trabajo pesaban en el cuerpo y en la mente de la enfermera. Las visitas domiciliarias enfundadas en ese incómodo traje de protección, las interminables listas de personas esperando a hacerse una prueba diagnóstica, las caminatas bajo la lluvia hacia el domicilio de los pacientes, la desmotivadora rutina, el silencio en las vacías calles.
Sin embargo, las sinceras palabras de agradecimiento de aquella paciente hicieron que Edurne reflexionara sobre todo lo que había venido haciendo desde el inicio de la pandemia. A pesar de que tenía la sensación de que su trabajo era una labor casi invisible se dio cuenta, desde su humilde consulta, de la gran importancia de lo que había hecho.
Por todo ello, pensó que ese día no había sido una jornada más, sino una jornada especial, una buena jornada, porque se había dado cuenta de algo importante y motivador: de que estaba convirtiendo el manejo de lo cotidiano en un auténtico arte.
Y entendió perfectamente aquello que le decían en la facultad: la enfermería es una ciencia, pero también un arte.
Romero Domínguez V. Una buena jornada. Metas Enferm oct 2021; 24(8):79-80
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