Cáncer crónico es la forma que tienen los oncólogos de llamar a ese cáncer que no está curado, que sigue como una espada de Damocles sobre los pacientes, pero con el que se puede vivir con una buena calidad de vida un número de años variable, pero tendente siempre a crecer.
Los ensayos clínicos, los estudios de nuevos fármacos en los que participan los hospitales más expertos, se suceden en una continua aceleración. Esa es una de las claves de la cronificación: cuando el tumor que se ha intentado eliminar rebrota o reaparece en otro punto del cuerpo, los oncólogos sacan su cada vez más nutrido arsenal.
Nuevas moléculas, nuevas aproximaciones, nuevas indicaciones que probar. Lo que antes era una lotería, la posibilidad de participar en un ensayo, es ahora lenguaje coloquial entre los veteranos que de vez en cuando tienen su enfermedad controlada, de vez en cuando no.
Una, dos, tres. La mayoría de los crónicos de oncología tienen varios episodios que contar, momentos diferentes de un cáncer con el que viven aunque no se sientan en absoluto enfermos. No se acaban de acostumbrar, siempre aparece la preocupación, una inmensa inquietud. Pero también saben que casi siempre se puede probar. A ver.
Los oncólogos del hospital del Mar propusieron a tres de sus pacientes veteranos explicar su experiencia en estas páginas. Son muy distintos en expectativas, en experiencia previa, en secuelas de la enfermedad. Pero tienen en común el logro de vivir casi como si no pasara nada.
Viven emparejados con sus médicos. Saben mucho de consecuencias de tratamientos, de negociar su independencia, de confianza plena pero muy informada. No saben cuánto van a durar. Los porcentajes de supervivencia esperados que les han explicado en la consulta los han superado a veces con creces. Sus vidas se componen de nietos, amigos, viajes, trabajo, paseos, tareas hogareñas y, por supuesto, resonancias, análisis, visitas periódicas a su oncólogo.
“En la sala de espera hay cada vez más repetidores”, cuenta la oncóloga de pulmón Edurne Arriola. “La mayoría de los tratamientos son ahora individualizados y dirigidos”, asegura la experta en mama María Martínez. “La mitad de nuestros linfomas foliculares viven más de 17,7 años. Es el paradigma del cáncer crónico”, apunta el hematólogo Antonio Salar.
Me he engordado”, reconoce Eulogio Magino, 72 años, con cierta preocupación. Toda la vida de comercial, con un camión, con un coche, “qué bonita es la calle y tratar con la gente”.
Convive desde el 2013 con un diagnóstico que hasta hace poco era sinónimo de muerte cercana. Un tumor de pulmón grande que no se podía operar porque sus pulmones estaban muy tocados por el tabaco. Era un carcinoma escamoso. Por los cigarrillos. Pero ha empalmado tres tratamientos cada vez que ha crecido de nuevo y ahora pasa cada 15 días por el hospital del Mar para sus controles y la inmunoterapia. “Un gotero que antes duraba 6 horas y ahora no pasa de hora y media. Cuando queremos irnos a las fiestas del pueblo, negociamos”. Y Pilar, su mujer, reconoce que de eso no piensa apearse: el 15 de agosto les encontrarán siempre en las fiestas de Embid de Molina, provincia de Guadalajara.
Su historia pulmonar tan vinculada al tabaco empezó con una maldita mancha que se veía en las revisiones de empresa. “Pero me puse mal justo cuando me jubilaron a los 60”, recuerda molesto. Porque lo suyo le gustaba mucho.
Un día se ahogaba más de la cuenta y le diagnosticaron. Ha pasado por quimioterapia, que tuvo “una buena respuesta”, aclara la oncóloga experta en pulmón Edurne Arriola. En mayo del 2015 progresó de nuevo el tumor y empezó otra quimio. Se estabilizó, y en abril del año siguiente creció de nuevo. Empezó entonces la inmunoterapia –un tratamiento aprobado apenas hace dos años y que se utilizó por primera vez en el Mar con Eulogio– Y lleva 20 meses, “con intención de seguir. Yo no soy un enfermo. Soy consciente de que tengo esto y tengo que seguir”.
Su vida discurre casi todas las horas junto a Pilar. Compran juntos, comen juntos, juntos han cuidado de Clara, su nieta, que ha empezado la guardería. “Nunca me llamaron los centros de jubilados. No me van”, aclara. Así que cada día por la mañana “paseo a mi ritmo. Si tengo que ir deprisa, me falta pulmón”, explica. Pero nadie le quita la hora y media de paseo, casi dos. “Salvo el frío, la humedad y el viento. Mira que me molesta el aire acondicionado del súper”.
How to Execute .#bin and .#run Files in #Ubuntu #Linux https://t.co/9D2Z5IFmPz
— MiGuεl CaRvAjAl ® Mon Apr 08 16:57:44 +0000 2019
Le ha molestado también una hernia. Cosas de los 72 años. “Yo creo que lo mío lo encajé mejor porque sabía qué pasaba. Tengo confianza, pero depende del médico que te lo explique, y de cómo”.
Su tumor de mama debutó con metástasis incluida: un estadio 4, el más avanzado, subtipo HER2, como el 20% de los cánceres de mama, y con metástasis ósea. Justi Cerrato, que ahora tiene 53 años, se enfrentaba hace seis a un panorama mucho más complicado de lo habitual en un tumor de mama. Nadie le pudo decir esto no es nada, ahora casi todos curan. Lo suyo era más complicado. Por eso está incluido en lo que los oncólogos catalogan como un cáncer crónico, una realidad sin duda amenazante con la que convivir.
Tuvo la suerte de que estaba en marcha un estudio clínico con un fármaco –que ahora ya está aprobado– con una molécula anti HER2. “La respuesta fue espectacular”, asegura la oncóloga María Martínez, experta en tumores de mama y en ensayos clínicos.
Recibió este tratamiento durante tres años, porque no había experiencia ninguna con él, estaba en estudio y no sabían cuánto tiempo debía durar. Lo toleró muy bien, y el resultado permitió que la operaran de mama al cabo de esos tres años y también que le irradiaran el hueso donde había aparecido la metástasis.
Ahora no queda tumor, y prefiere un tratamiento hormonal de mantenimiento, “para prevenir una recaída, aunque tampoco saben cuánto tiempo deberé seguir. No hay experiencia”. Justi quería recuperar la máxima normalidad y no estar cada 21 días pasando por el hospital del Mar y seguir los estrictos controles de un tratamiento en estudio. “Elegí esta opción entre las tres que me propusieron”.
“Mientras hacía el tratamiento interrumpí el trabajo. Nueve meses. Luego volví a parar cuando me hicieron la mastectomía. Luego, por la reconstrucción. Y por la radioterapia. Cuatro bajas. Tuve mucha suerte, me dieron todas las facilidades en el trabajo. Me entendieron muy bien. No tenía vómitos ni había perdido el pelo, pero estaba continuamente aquí y no me sentía al cien por cien. Por otro lado, me fue bien concentrarme en mí. Pero ya quería volver a la vida normal”.
Durante ese paréntesis se iba a pasear, estaba más con su madre, “que me ayudó mucho”, disfrutó del pueblo familiar fuera de temporada, “otra manera de verlo, otro paisaje”. Pero quería recuperar la vida activa. Ahora ve a su oncóloga cada seis meses. Estudia la posibilidad de que le coloquen una prótesis nueva que le quite las molestias actuales (ha tenido bastantes problemas con la reconstrucción de su pecho) y sigue ligada al hospital y los médicos. “Pero trabajo como antes, viajo todo lo que puedo, camino mucho, también hago pilates. Sigo como si no me pasara nada”.
Insiste en que ella confía en sus médicos y si un día le proponen un cambio, seguramente estará de acuerdo.
“Lo más difícil creo que fue la primera noticia. No me gusta nada la gente que siente compasión por mí. No ayuda lo más mínimo. Pero contarlo sí me ha servido”. Recuerda el peso de la incertidumbre. Pero vive “paso a paso. No me siento enferma”.
En 1997 le diagnosticaron ese ganglio en el cuello al que la pomada que le habían recetado no le hizo nada. Entonces le llamaron linfoma de baja intensidad, cogido muy a tiempo. “Hoy hablamos de más de cien subtipos diferentes”, le recuerda su hematólogo, Antonio Salar. Marina García, 74 años –“cumpliré 75 el 21 de enero”–, carga con un linfoma folicular desde hace 20 años. Algo ya casi normal.
“Sé que lo mío no se cura, pero se va tratando”, describe con su amplio conocimiento de la enfermedad. Y asegura que no le pesa. Primero la trataron con quimioterapia y tuvo sus correspondientes secuelas. “Cuando tocaba la quimio, iba subiendo la Rambla, en Vilanova i la Geltrú, mareadita. Pero salvo la pérdida del pelo, lo demás se aguantaba bien”.
Al cabo de unos años reaparecieron los ganglios, y le dieron nuevos tratamientos con menos efectos secundarios y que abrieron el abanico de posibilidades de su vida. “Desde el 2007 participo en ensayos en el hospital del Mar. Cada tres o cuatro años tengo que cambiar, porque se reactiva, y ahora me ponen una combinación diferente”. Los anticuerpos monoclonales cambiaron el panorama primero, con menos efectos secundarios y así mejor calidad de vida.
Ahora Marina también utiliza inhibidores de una enzima que participa en la proliferación de los linfocitos. Los ensayos se suceden. Cada vez hilan más fino. “Terapia dirigida”, concreta el jefe de la sección de hematología del hospital del Mar.
Entre sus idas y venidas al médico, con sus controles cada dos o tres meses, Marina practica su particular normalidad. “De 7.30 a 8.30, piscina. Cada día. Procuro caminar también cada día. Luego salimos a tomar un café las amigas. Después, a casa y preparo la comida para los nietos. Siempre me vienen dos o tres. Si no, no los veo. Después de comer, me dejan tranquila”.
Vive sola, se quedó viuda en el 2013, y recibe el apoyo de una persona cada 15 días. “Me hace todo lo alto. A mí me gusta mucho limpiar y nadie me lo hace como yo, pero estoy muy contenta con esta ayuda. Lo que temo es que se me acabe el brío. Pero no voy a culpar a mi enfermedad. Con quimio y todo nunca dejé de ir a tomar café cada sábado al Munich, que ya ha cerrado”.
En su largo convivir con el linfoma reconoce que hace años le asustaba tener un cáncer. “Antes pensaba que era mejor morirse que enfrentarse. Ahora no me escondo”.