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Ya hace casi dos años que la COVID-19 trastocó la vida tal como la conocíamos y causó un gran aumento de los índices de depresión y ansiedad. Luego, en noviembre, cuando muchos comenzaban a sentir que la pandemia se estaba atenuando, la variante ómicron, sumamente contagiosa, generó nuevos temores de enfermarse. Y también trajo desesperanza: ¿terminará esto alguna vez?
“Nuestro cerebro no está diseñado para vivir con estrés crónico”, dice Karen Hahn, una asistente social de 54 años de Washington D.C., quien en las últimas semanas aumentó su dosis de antidepresivos para tratar de salir de un círculo vicioso y autodestructivo de depresión e inercia, el cual se vio agudizado por la variante ómicron. “Me recuesto en el sofá el sábado y duermo siestas todo el día. Y pienso: ‘sí, podría ponerme las zapatillas de tenis y salir a caminar una hora y me sentiría mejor’. Pero no puedo hacer ni siquiera eso. Solo quiero dormir”.
Las necesidades de salud mental de la población de Estados Unidos durante la pandemia comenzaron a generar alarmas hace ya varios meses. El año pasado, la Línea de Ayuda de NAMI —la Alianza Nacional sobre las Enfermedades Mentales (ver recuadro abajo)—, que ofrece ayuda con inquietudes de salud mental y abuso de drogas, recibió 1,027,381 llamadas. Eso representa un aumento del 23% con respecto al 2020, cuando el volumen ya había sido un 27% mayor que en el 2019.
Pero los expertos en salud dicen que el estrés emocional se ha agudizado en los últimos meses. En la línea telefónica de apoyo de salud mental para la COVID que cubre el estado de Texas hubo un aumento del 20% en las llamadas desde principios de diciembre, dice Greg Hansch, un asistente social y director ejecutivo de la delegación de NAMI en ese estado.