"Simón Aliaga se delataba como un mediocre orador. Sin duda, no era un Führer, ni un Duce, ni siquiera un Caudillo, sino solo la espita de la que brotaba un fuego más grande que él, mero canal de una emoción que hervía bajo sus pies, cara visible de un relato en el que las víctimas se convertían en verdugos, en el que aquellos que históricamente habían sufrido discriminación, las mujeres, los homosexuales, los inmigrantes, ahora se convertían en los agentes o los beneficiarios de un fabuloso complot para acabar con los valores nacionales. Después de todo, era la antigua idea de que sólo hay una forma de ser español, sólo una sana y limpia, acosada por un sinfín de virus y bacterias que era preciso eliminar”. Tras su extraordinaria El don de la fiebre, Mario Cuenca Sandoval (Sabadell, 1975) regresa con otra novela valiente y lúcida: ahora toma el pulso al momento que vivimos desde la mejor literatura y se pregunta por el auge de la extrema derecha. En LUX (Seix Barral), un personaje que forma parte de este avance relata el "esfuerzo nacional” que lidera un partido "por restituir la decencia en nuestras calles”, por "sanear, desinfectarlo todo”.
–Empieza el libro con una cita de Céline que habla de la emoción. Un sentimiento que quizás no sea la mejor compañía en la política...
–Sí, sobre todo las emociones que tienen una extracción más oscura, como el miedo o la ira. Pienso que de ahí no puede salir nada bueno, y menos en política. Yo lo que hice fue diseñar una situación, una catástrofe colectiva, que dinamizara los miedos y la ira de la sociedad, y al mismo tiempo imaginé una serie de circunstancias individuales que hacen que el protagonista se vaya deslizando hacia el rencor, el resentimiento, factores que se convierten en el motor de su transformación, lo que le lleva a abrazar los ideales de LUX.
–Ese personaje es un profesor con formación humanística, que se define como "sensible a la belleza”... En principio, no parece la presa fácil de un discurso extremista.
–Sí, yo quería poner a una persona inteligente y culta en el brete de una transformación personal de esa categoría, enfrentándolo a ciertos prejuicios ante los que alguien con formación debería estar vacunado. Ahí aflora eso de lo que hemos hablado antes, el miedo, el resentimiento, y toda la inteligencia de ese hombre se pone ahora al servicio de racionalizar esas emociones.
–A lo largo de la novela se suceden opiniones, del narrador o de los personajes, que señalan que los inmigrantes son unos parásitos, las mujeres unas histéricas, los homosexuales unos pervertidos... ¿Le incomodó escribir desde esa forma de mirar el mundo?
–Fue difícil meterse en la mente del protagonista, que es muy complejo, está lleno de contradicciones... Yo creo que no me parezco a él, afortunadamente, pero es cierto que hay pasajes en los que sus razonamientos, no exactamente las frases que ha enunciado antes, no se nos antojan tan disparatados. Yo quería que la reacción del lector oscilara entre el asombro, la perplejidad, por lo que dice, y el reconocimiento, la identificación, por las observaciones que hace en otros momentos, aunque esas afirmaciones nos horroricen. Pero eso, esa oscuridad, también está dentro de todos nosotros.
–El protagonista le dice a la mujer a la que dirige su narración, la madre de un joven homosexual que sufre la hostilidad de LUX, que han "vivido en el mismo tiempo pero no en el mismo país, porque todo el mundo tiene su propio relato de la historia reciente de España”. ¿Algún día podremos encontrar las similitudes y plantear una visión común?
–Me parece complicado, porque la propia naturaleza del conocimiento y de la información en nuestro tiempo lo dificulta. Cada persona se genera una percepción de la realidad política en su muro, en las redes sociales, se crea así un panorama que no coincide en nada con el que plantean otros. Y luego nos escandalizamos por lo que piensan los demás, creemos que es una estupidez, un disparate. Pero, ¿quién es el árbitro, quién decide lo que es verosímil de lo que no lo es? Ahora parece mentira que creyéramos que internet y las redes sociales iban a instalarnos en una nueva ilustración, que fueran a extender el conocimiento a todo el mundo. Al final, han generado tantas informaciones que nos han provocado la confusión, y no la lucidez.
–Sobre las redes sociales se dice en el libro que ningún partido ha comprendido como LUX "la importancia de una herramienta como aquella”. Y se apunta también una paradoja: que quienes combaten esas ideas acaban, al denunciarlas, dándoles más difusión y haciéndolas más visibles...
–Ellos saben muy bien, y no sólo aquí, también lo hace la nueva derecha en EE UU, cómo agitar el avispero, y se posicionan en la actualidad a través de una serie de polémicas. Lo curioso de todas estas controversias es que ellos presentan su postura como un acto de valentía. Es que los políticos no se atreven a decir estas verdades, a abrir el melón de estos temas... Afirman que la clase media blanca se ha convertido en lumpen, que el lobby homosexual, el feminismo, los inmigrantes, se llevan la mejor parte del pastel... Usan muy bien las redes, presumen de audacia, y en realidad no es coraje, sino falta de respeto a la dignidad del otro, y falta de respeto a los rivales, a los que caricaturizan como si fueran hombres de paja.
–Usted opina que los partidos moderados tampoco han escapado de la tentación del populismo.
–El populismo ya es un condimento de la política, y esos partidos tradicionales que califican a las nuevas fuerzas como populistas han incorporado y normalizado las mismas estrategias. Y yo creo que eso es lo peor. El peligro ante el que estamos no es que se desarrolle un régimen autoritario, pienso que es improbable, sino que se dé patente de corso, se normalice, un discurso que devuelve muchos prejuicios que creíamos superados. Lo que ellos llaman consenso progre no era sino un consenso democrático, en el que había coincidido la izquierda, la derecha, la tradición liberal y la conservadora.
–Su narrador asegura que "la cuarentena nos convirtió en personas horribles”. ¿Está de acuerdo?
–Resulta curioso. Yo opté por una pandemia porque necesitaba una catástrofe colectiva lo suficientemente fuerte para levantar esas bajas pasiones, y luego se ha demostrado que sí, que algo así tiene ese poder. Va a sonar pedante, pero yo planteaba la pandemia en la novela antes de que ocurriera en la realidad, aunque si soy sincero yo lo llamaba epidemia. En 2019 estaba trabajando con ese elemento en el libro, y estuve a punto varias veces de eliminarlo, y sustituirlo por otra tragedia, porque me parecía muy de ciencia-ficción. No me casaba con el resto del texto... [ríe]. Pero que yo diera con algo así no tiene mérito. Quería hablar de algún desastre que cambiaba a la sociedad, y si sacaba un terremoto... iba a sonar muy a película americana de catástrofes, por eso elegí la pandemia. Pero sí, me temo que esto no ha sacado lo mejor de nosotros...