El monstruo de la inflación ya había venido a vernos. No es ocioso recordar que durante los gobiernos del llamado ‘milagro’ económico del PP, por ejemplo, el secretario de Estado de turno comparecía para analizar el dato del IPC que mensualmente ofrecía el Instituto Nacional de Estadística (INE). Hasta tal punto era importante el guarismo que incluso conceptos como la evolución de ‘la subyacente’ eran del dominio público. De hecho, aunque lejos de aquellas cifras superiores al 20% que sufría en silencio la España democrática que asomaba tras la dictadura, el cambio de siglo encontró al entonces ‘jefe’ de la economía, Rodrigo Rato, lidiando con tasas en el entorno del 4% que entonces parecían un drama en tanto a años luz del objetivo del 2% que fijaba el Banco Central Europeo (BCE). “No es sostenible que España mantenga un diferencial de inflación de entre 1,3 y 1,6 puntos respecto a la media de la UE”, se confesaba el entonces todopoderoso vicepresidente. Es más, corría el año 2002 y el político madrileño reconocía sin ambages que la deriva de los precios era el talón de Aquiles de una economía cuya velocidad de crucero era la envidia de Europa y era ponderada por los medios internacionales más prestigiosos.
En aquel contexto, cargos intermedios de aquellos gobiernos, como José Folgado -triste víctima de la Covid-; Elvira Rodríguez -ahora al frente de la economía del PP- o el propio Luis de Guindos -peso pesado en el BCE-, insistían en el mismo mantra. Véase, que un IPC fuera de control no debía provocar una “espiral precios-salarios”, es decir, que la subida del coste de la vida no tenía en ningún caso que afectar al principio de moderación salarial e incorporarse a los sueldos vía negociación colectiva. También se recurría a otras fórmulas algo más sofisticadas para decir la misma cosa. No era extraño escuchar el argumento de que debía evitarse a toda costa el “cortoplacismo” que suponía indexar las retribuciones de los trabajadores a largo plazo con fenómenos estrictamente coyunturales. En aquellos días, con el apoyo documental del Banco de España, hizo fortuna la teoría de que los salarios no debían incrementarse en línea con la inflación, sino con la productividad. Un desiderátum de inútil confrontación teórica pero que chocaba con una España tanto o más que hoy dependiente del sector servicios y con demasiados empleos sin generación de valor añadido.
Todos esos argumentos, más de una década después, han resucitado en los últimos meses provocando un perturbador ‘déjà vu’ en propios y extraños. Para empezar, diciembre despidió el año con un crecimiento del IPC del 6,5% en tasa anual. La cuestión no es baladí, ya que se trata de cifras que no se veían en los últimos 30 años. “Tenemos que evitar el efecto de segunda vuelta, que ese alza de los precios acabe impregnando a toda la economía, a los sueldos, a los precios de los alimentos…”, exponía Pedro Sánchez en el arranque de año, recuperando aquellos argumentarios que tan bien desgranaron en su día sus rivales ‘populares’… y tanto criticaron sus amigos ‘populistas’. “La inflación deriva de la clamorosa ausencia de política económica”, reprochaba a José María Aznar hace casi 20 años el secretario general del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero. Lo mismo cabría aplicarle ahora a Sánchez y a su ministra de Economía, Nadia Calviño, que miran desde la barrera y como si no fuera con ellos un escenario a la sazón pasajero y motivado estrictamente por los precios de la energía. Si así fuera, solo el ‘papelón’ en el envite de la ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera, hubiera merecido alguna decisión.
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— Lotus Sun Feb 04 12:16:50 +0000 2018
Sin embargo y frente a las tesis oficiales, son muchas las instancias que ya advierten de que el fenómeno se prolongará por más tiempo que el vaticinado por el Ejecutivo. Sin ir más lejos, el Consejo General de Economistas arrancaba el año alertando de que el encarecimiento de la energía se ha trasladado ya a otros productos y que, por tanto, los efectos de segunda ronda son ya una realidad. El propio Luis de Guindos, al final, voz autorizada del supervisor comunitario, ha admitido también sin recelo que el episodio de inflación amenaza con convertirse en una saga y que ésta tal vez “no sea tan transitoria” como se pensaba inicialmente. La propia Reserva Federal (Fed) ha considerado “justificado” adelantar una subida de los tipos de interés a la vista de la trayectoria que marcan los precios y el bono alemán cotizaba la semana pasada por primera vez en positivo desde 2019, ante el miedo de una retirada de estimulados. A partir de aquí, la pregunta es clara. ¿Cómo acompasamos la ortodoxia económica, que invita a mantener intocados los salarios, con las necesidades de familias que acaban de sufrir en sus carnes el impacto de una pandemia y tienen problemas para llegar a fin de mes?
La misma teoría que respalda las tesis de nuestros ilustres dirigentes también recuerda que la inflación es un impuesto más, silencioso y en consecuencia más letal, que drena las rentas y empobrece a los hogares, que al final del día pueden adquirir menos bienes con el mismo dinero. ¿La empatía del Gobierno para con esas familias solo alcanza para pedirles paciencia, decirles que ya bajará y que aguanten el tirón? Se esperaría algo más. De hecho, la evolución de los precios golpea a un país de sueldos excepcionalmente bajos si se comparan con los que enarbolan otros de su entorno. Por ejemplo, los 2.038,6 euros de salario medio bruto mensual que, según el INE, se anotó España en 2020 están en la línea con los de Chipre o Grecia, pero quedan lejos de los 38.000 euros anuales de Francia y a años luz de los 47.000 de Reino Unido o los 52.000 de Alemania. Basta una simple división para constatar la diferencia. Mejor no considerar el golpe que la inflación supone para los pensionistas, sobre todo para los jubilados, que de media apenas alcanzan a ser mileuristas. No parece fácil que el discurso de la contención salarial ante la explosión del IPC cale en quienes tantas dificultades afrontan en su día a día, al tiempo que ven una distribución poco transparente de miles de millones en fondos europeos.
Desde hace dos décadas, políticos de uno y otro signo pelean día a día con el cuchillo entre los dientes para ganar un palmo de terreno en la refriega política. Las polémicas, en su mayoría estériles, vienen y van a velocidad de vértigo según convenga a la pócima del ideólogo de turno. La ‘italianización' de la política española, hecha carne en los meses previos y posteriores a la moción de censura que desalojó al PP, ha impedido cualquier debate de fondo sobre la hoja de ruta de largo plazo. Por eso había pocas dudas de que Sánchez subiría el IPC a los pensionistas y a quien más proteste… cuando toque y siempre que beneficie a su objetivo electoral. En una sociedad que ha cultivado la cultura de la prestación, resulta más fácil y trae menos complicaciones que acometer un verdadero cambio en el patrón de crecimiento de la economía, básico para implementar una nueva política de rentas que ayude a sobrellevar avatares puntuales. Se trataría de subirse al tren de los nuevos sectores generadores de valor, aquellos que engordan la productividad total de los factores, de las ingenierías a la biotecnología pasando por el desarrollo de la inteligencia artificial. No se hace en un día, pero se conoce el camino hace décadas. Tiempo perdido.