En 2013, Facebook compró la aplicación WhatsApp por 22.000 millones de dólares. WhatsApp era una start up de solo 55 empleados. Esos 55 genios digitales –sin duda personas de elevado IQ- crearon más valor económico en cuatro años que los 194.000 empleados de Peugeot en sus dos siglos de existencia (¡comenzó con Napoleón!).
Secuenciar por primera vez el genoma humano costó trece años (1990-2003) y 3.000 millones de dólares. En 2019, cualquiera puede secuenciar su genoma en pocos días por 150 dólares enviando una muestra de saliva a una empresa biotecnológica.
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Suscríbete ahoraEn 2017, Google presentó su programa AlphaZero. Matthew Sandler y Natasha Regan, autores del libro “Game Changer”, cuentan de él: “Nadie le ha explicado que tres peones equivalen a un alfil o que el rey está inseguro en el centro. El ingenio aprendió todo eso y mucho más por su cuenta, tras jugar 44 millones de partidas contra sí mismo, más de mil por segundo, al principio al azar. Le bastaron nueve horas, gracias a una «red neuronal» enorme (solo al alcance de Google) que imita el trabajo de nuestro cerebro. 1.500 años de experiencia humana fueron replicados en una sola jornada de trabajo”. En la actualidad, según Elon Musk –dueño de Tesla Motors, puesto 21 en la lista Forbes de fortunas y uno de los gurus de Silicon Valley- AlphaZero ya es capaz de derrotar a cualquier humano u ordenador en cualquier juego: “Le das las reglas del juego, las lee, e inmediatamente puede derrotar al campeón del mundo”.
La comparación entre WhatsApp y Peugeot la tomo del libro de Laurent Alexandre “La guerre des intelligences”, que ha causado conmoción en Francia.Alexandre (IQ celosamente guardado), cirujano de formación, se define como liberal y apoyó fervientemente la campaña de Emmanuel Macron (IQ 170). La obra es fascinante… y aterradora (aunque Alexandre haga ostentación de optimismo tecnófilo). La idea central es la inevitable llegada de una Inteligencia Artificial (IA) cada vez más potente, y cómo la humanidad tendrá que adaptarse –co-evolucionar simbióticamente- a ella.
Sí, se viene conjeturando en vano desde hace casi un siglo un futuro -ora idílico, ora distópico- de robots más o menos amistosos. Lo que viene a decir Alexandre es que esta vez la cosa ya va en serio: el desarrollo de la IA –relativamente estancado entre los 60 y los 90- ha adquirido velocidad exponencial desde 2012, cuando se pasó de la “prehistoria” (programas tradicionales, con algoritmos ajustados manualmente) a la era del deep learning: los programas pueden ahora “aprender por sí mismos”, de tal forma que “a la IA ya no se la programa, sino que se la educa”, se la alimenta con toneladas de datos (es una de las claves de la hegemonía incontestable de las empresas de Silicon Valley: ellas disponen de bases inmensas de big data, que nosotros ampliamos constantemente mediante nuestro uso de Google, Facebook o Amazon). Resulta así una IA con una capacidad de computación descomunal, pero todavía “narrow”, especializada en tareas específicas (como un Asperger profundo, capaz de hacer cálculos complejísimos en tiempo infinitesimal, pero incapaz de prepararse un café). La tercera fase –que Alexandré prevé para 2030- será la de la IA “transversal y contextualizadora”, ya no confinada a misiones concretas, capaz de cruzar datos de campos diversos. La cuarta –que, según algunos, no llegará a producirse- será la “IA fuerte”, es decir, consciente de sí misma y dotada de voluntad propia. El transhumanista Raymond Kurzweil, ingeniero de Google, predice su advenimiento –la Singularidad– para 2045. Con la autoconciencia, la IA adquiriría la comprensión de los mecanismos que la hacen posible, y podría a su vez diseñar nuevas máquinas aún más inteligentes. Se produciría así una “explosión de inteligencia” exponencial de la que los transhumanistas esperan proezas como la solución al envejecimiento y la muerte o la colonización del cosmos. La “IA fuerte” de 2045 sería 1.000 millones de veces más potente que todos los cerebros humanos sumados.
Aunque esté todavía solo en la fase 2, la IA está revolucionando ya la industria, la medicina, el mercado de trabajo… El coche autónomo –anuncia Elon Musk- está listo: la profesión de camionero o la de taxista (pero también la de conductor de Uber-Cabify) tendría los días contados. Muchos otros sectores se van a ver afectados pronto. Los programas de IA pueden interpretar las radiografías o las manchas en la piel con más fiabilidad que los dermatólogos o radiólogos más avezados. Más y más tareas serán automatizadas, no solo en la medicina: también en la ingeniería, la aviación, la producción industrial… Según un estudio de la Universidad de Oxford (2013), en EE.UU. un 47% de los 702 empleos analizados tienen un “riesgo alto” de verse afectados, y un 19% un “riesgo medio”. Las enfermeras tienen un futuro más despejado que los médicos: los ordenadores nunca podrán transmitir calor humano a los convalecientes, pero sí sabrán hacer diagnósticos infalibles. Los artistas y chefs tienen porvenir.
Algunos hablan de “tercera revolución industrial”: la primera, a finales del XVIII, fue la del carbón; la segunda, en torno a 1900, la del petróleo y la electricidad. La “materia prima” de la tercera es inmaterial: información e inteligencia. De ahí que la historia del siglo XXI vaya a consistir, según Alexandre, en una “competición por la inteligencia”, que adopta hasta ahora la forma de una carrera de captación de los mejores cerebros humanos (brain drain), capaces de diseñar y comercializar programas de IA cada vez más potentes. Por cierto, el único rival serio de la GAFAM (Google-Amazon-Facebook-Apple-Microsoft) californiana es el BATX chino (Baidu-Alibaba-Tencent-Xiaomi): el eje del poder tecnológico (que será también político y económico) se ha desplazado definitivamente a la zona Asia-Pacífico; Europa no está en la carrera: forma a buenos científicos, pero no sabe pagarlos adecuadamente, y se van a Silicon Valley.
Más adelante, el desarrollo de la IA obligará a la inteligencia humana a superar sus límites estructurales, si no quiere perder el control de aquélla. Es la tesis central de Alexandre. Sus consideraciones sobre la inteligencia son muy interesantes: la izquierda ha convertido el IQ (cociente intelectual) en un tabú, insistiendo en la ficción de que los diferentes niveles de éxito académico y socio-económico se deben a discriminaciones de clase, sexo, raza…, y que el “fracaso escolar” es fruto de una inversión educativa insuficiente, no de deficiencias intelectuales intrínsecas. La dura verdad, en cambio, es que existe una correlación muy estrecha entre IQ y grado de éxito académico-profesional-económico. Y el IQ, según estudios que cita Alexandre, está muy desigualmente distribuido entre la humanidad, y es genético en un 68% (en el 32% restante pesa más el entorno familiar –más o menos estable e instructivo- que el sistema escolar). Por cierto, tras crecer entre 3 y 7 puntos por década entre 1950 y 1990 (“efecto Flynn”), el IQ medio se desplomó cuatro puntos en Occidente entre 1990 y 2010 (en Europa el promedio es 98), mientras no deja de crecer en China, Hong-Kong o Singapur (108). En la nueva “economía del conocimiento”, el IQ se vuelve más decisivo que nunca: “Con las nuevas tecnologías, el campo de posibilidades se ha ampliado como nunca antes en la historia. Los intelectuales, los innovadores, los start-uppers, los managers, las élites globalizadas se mueven como pez en el agua en esa nueva sociedad. […] Pero la posibilidad de aprovechar el festín digital solo está al alcance de innovadores que gocen de un IQ elevado. Los otros, la gran mayoría, quedarán como espectadores”. Conscientes de ello, la mayoría de los megamillonarios de GAFAM defienden ya una renta básica universal para la masa próximamente ociosa.
Alexandre no acepta la idea del “fin del trabajo”. Como la IA no va a ser desaprendida –nuestro sistema productivo depende cada vez más de ella: las alas de un Boeing llevan cientos de sensores inteligentes; cada vez habrá más objetos conectados: “Internet de las cosas”- sino que va a continuar desarrollándose, lanza un órdago/chantaje a la sociedad: si no queremos convertirnos en “el perro Labrador de la IA” (y si queremos evitar una dualización social extrema entre innovadores y espectadores), debemos: 1) en una primera fase (2020-2035), revolucionar el sistema educativo; 2) en una segunda (2035-2060), expandir la inteligencia humana mediante implantes neuronales, selección embrionaria e ingeniería genética.
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— Steve Roberts Mon Jul 12 22:23:33 +0000 2010
La revolución pedagógica consistiría en superar el sistema milenario-artesanal de clase magistral, alumnos reunidos en aula presencial, profesores obligados a una estrategia “gaussiana” (nivel de explicación adaptado al punto medio de la campana de IQ, demasiado difícil para los más torpes y demasiado aburrido para los más brillantes). Alexandre propone una nueva escuela no necesariamente presencial (o bien con inversión de roles: las clases teóricas consistirían en vídeos MOOC de los mejores profesores del mundo, al estilo de la Khan Academy; a la escuela se iría para hacer lo que hoy se hace en casa: “deberes”) ni necesariamente pública (al contrario, la innovación pedagógica vendrá del sector privado, a poco que la ley estatal deje de amordazarlo). Enseñanza personalizada, adaptada al IQ del alumno y a sus características emocionales y caracterológicas, discernibles en su genoma.
Esa revolución pedagógica permitiría una mejora en el “coeficiente de cooperación inteligencia humana/inteligencia artificial” en el periodo 2020-2035, e incluso una elevación del IQ medio, quizás hasta 125 (contradicción con la tesis anterior de que el IQ es mayormente genético). Pero a partir de entonces resultará insuficiente, pues la IA no dejará de progresar. En su dibujo del periodo 2035-2060, Alexandre desvela su cara transhumanista: habrá que usar a fondo las tecnologías NBIC para multiplicar el potencial humano y que todos puedan alcanzar el IQ 220 que se atribuye retrospectivamente a Leibniz o Newton. Para “aumentarnos” usaremos dos vías. La primera es la mejora de las capacidades cerebrales mediante implantes neuronales. Elon Musk trabaja ya en ello. ¿Ciencia ficción? Ya fabricamos prótesis visuales que se conectan al cerebro o al nervio óptico y resuelven determinadas formas de ceguera o sordera. Ya tenemos implantes que permiten a tetrapléjicos enviar órdenes solo con el pensamiento. Para 2035 se habrá llegado mucho más lejos. El resquicio por el que el human enhancement encontrará progresiva aceptación social será la compasión: se empezará proponiendo chips cerebrales que ayuden a superar las enfermedades de Alzheimer o Parkinson. ¿Quién, salvo un desalmado, podría oponerse? ¿Y si no le negamos su extensión cerebral a un Alzheimer, por qué negársela a un niño condenado por su IQ insuficiente a quedar al margen de la sociedad hipertecnológica?
La aumentación neuronal no bastará: Alexandre defiende también abiertamente la eugenesia. Los chinos trabajan ya en el rastreo de los genes relacionados con un alto IQ. Será posible a medio plazo, bien practicar una selección embrionaria masiva que permita entresacar al individuo más listo, bien manipular el genoma para introducir el “gen de la genialidad” (no es uno solo, por supuesto). ¿Vieron “Gattaca”?
El precio será el exterminio de los embriones sobrantes… y el abandono de la reproducción natural, sustituida por la fecundación in vitro. Sí, estaremos ante el “bebé a la carta”. ¿Lo haremos? Ya lo hacemos, arguye Alexandre: el 96% de los fetos con síndrome de Down son abortados. Se trata solo de llevar la eugenesia un paso más allá. “Para 2100, dejar nacer a niños con un IQ inferior a 160 resultará tan estrambótico como hoy nos resulta ya traer conscientemente al mundo un bebé con trisomía”.
Alexandre intenta adoptar un enfoque neutro y no valorativo. “No me regocijo de la entrada probable en el hipereugenismo”, dice en nota al pie. Insiste más bien en que todo ello es inevitable. Empujará en esa dirección el mismo igualitarismo que hoy prohíbe hablar de diferencias congénitas de talento: exigiremos “¡IQ 220 para todos ya!”. La redistribución operada hasta ahora por el Estado socialdemócrata consistía en limar diferencias de renta que eran a su vez consecuencia de una distribución desigual de IQ congénito. Con la neuroaumentación y la eugenesia, podremos corregirle la plana a esa naturaleza injusta que premia a algunos con doble IQ que a otros, sin haberlo merecido. ¡Adiós a la arbitraria lotería genética! ¡Bienvenida la fabricación de humanos en serie! Por fin iguales…
Es cierto que Alexandre concluye enumerando tres líneas rojas que no deben ser superadas si no queremos perder nuestra humanidad:
– “El cuerpo físico”, frente a los que hablan de una futura transmigración de nuestras mentes a soportes digitales que nos proporcionarían la inmortalidad.
– “El espíritu individual” plantado en la realidad física, frente a los que conjeturan, bien nuestra futura conexión permanente a una realidad virtual estilo Matrix, bien la disolución de la mente individual en algún tipo de nube o “hub mundial de conciencias” (algo que ya ha empezado con la Web, especie de mente universal en la que “somos, nos movemos y existimos”).
– Alguna dosis de azar, para no caer en el diseño y la previsibilidad totales, que quitarían a la vida todo su interés (sin embargo, hemos visto antes cómo abría la puerta a la ingeniería eugenésica). Parece decir que, aunque podamos elegir el IQ del niño por nacer, deberíamos aún confiar otros rasgos a la lotería genética.
Los que no queremos llegar a ese “mundo feliz” deberíamos ir pensando cómo contraargumentar. Lo tenemos casi todo en contra: la inercia de la competición entre empresas y Estados, que prima al más rápido y audaz (quien fabrique antes la IA más potente tendrá ventaja sobre los demás); la vieja aspiración humana a no morir ni envejecer, y a no tener que trabajar (Alexandre reconoce que la tentación de convertirnos en “esclavos voluntarios de la IA”, dejando que ella haga todo el trabajo productivo, será muy fuerte); la impotencia de los Estados, desbordados por una carrera tecnológica dotada de un dinamismo propio (y además, desinteresados de ella: nuestros gobernantes andan en asuntos más importantes, como la tumba de Franco y la brecha de género en el rugby). “La ley de las plataformas tecnológicas pesa ya más que la ley del Parlamento”.
Pero una baza a favor: ¿cómo podemos estar seguros de que una futura “IA fuerte” sería benévola con nosotros? Recuerden “Terminator”. Elon Musk advierte ya de que “la IA es mucho más peligrosa que las armas nucleares”, y pide una estricta regulación internacional de su desarrollo. La lógica darwiniana prevé que el pez grande se coma al chico. Una IA autoconsciente buscaría la eliminación del único ser que podría desenchufarla (un desenchufe que no será tan fácil como en “2001, una odisea del espacio”, pues se trataría de una IA ubicua, diseminada en la nube: Google trabaja ya en un “botón rojo” de desactivación inmediata de sistemas). La única vez que convivieron dos especies inteligentes sobre la Tierra –Neanderthal y nosotros- una de ellas no vivió para contarlo.
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