Todos podemos estar de acuerdo en que nuestra vida también tiene lugar en Internet. En las redes sociales, en las herramientas digitales del trabajo, en las aplicaciones en las que apuntamos nuestros gastos o nuestra rutina de ejercicios, en el sistema en el que consultamos nuestro historial médico… De ahí que nos preocupen cosas que antes no ocupaban nuestra cabeza. Entre estas preocupaciones hay una que con el tiempo se va acentuando, y es qué pasa con nuestros datos personales en el mundo digital.. ¿Es mi vida en Internet tan privada como mi vida fuera de él? ¿Me preocupa eso?
En Malditahemos llevado a cabo un estudio en el que preguntamos directamente por ello. La respuesta general es afirmativa: ¡claro que nos importa nuestra privacidad! ¡Por supuesto que no queremos que se usen nuestros datos sin permiso! Y sin embargo, aunque decimos que esto nos importa, hemos detectado una gran resignación por que nuestra información personal esté en manos de empresas que sacan rédito económico con ellos, así como una desgana por evitar esta situación. También, que las redes sociales crean mecanismos de enganche que hacen que salir de ellas sea difícil y que crean inquietudes sobre la apariencia física y las capacidades sociales de la gente. ¿Os suena?
En el estudio que explicamos a continuación, y que hemos podido hacer en colaboración con el doctor e investigador Carlos Fernández Barbudo y gracias al apoyo de la Fundación FECYT, echamos un vistazo más de cerca a cómo se manifiesta esa preocupación y esa necesidad de información. Para este análisis se llevaron a cabo entrevistas con grupos triangulares, uno de personas adultas (de entre 45 y 65 años) y dos de población joven (entre 20 y 35 años).La investigación fue diseñada con el fin de controlar las variables demográficas “edad” y “género”, así como los conocimientos, el uso y la actitud que tenían hacia las plataformas digitales.
La vida online es la vida real, con sus derechos y sus responsabilidades. Sin embargo, hay mucha gente que todavía no lo ve así. Pese a que cada vez nos preocupa más cómo nos influye y nos afecta la presencia de la tecnología digital en nuestras vidas, todavía no hay una conciencia colectiva de hasta qué punto puede dañar nuestra privacidad. A todo esto, ¿qué diríais que entendemos por ‘privacidad’?
Privacidad no es sinónimo de intimidad. Eso está más o menos claro. De las conversaciones que tuvimos para hacer este estudio, observamos que se separan los conceptos según el entorno. Cuando se habla de la privacidad, se habla de la “incapacidad de controlar lo que circula sobre nosotros a través de las redes sociales o, en general, de todo lo que se almacena a distancia” por las diferentes empresas. Mientras, la intimidad se relaciona con nuestros cuerpos o nuestras casas, esos espacios que son (o deberían ser) sólo para nosotros.
¿Somos conscientes de que usar ciertos servicios digitales o volcar nuestra vida en redes sociales afecta a nuestra privacidad? Sí, lo somos. Pero aun así, se produce lo que llamamos la “paradoja de la privacidad”: sabemos que las empresas explotan nuestros datos personales en su propio beneficio, pero se da por hecho que esto tiene que ser así si queremos usar ciertas herramientas tecnológicas. Es decir, empezamos a ser conscientes de nuestra privacidad una vez que ya hay problemas con ella, y no antes.
Con esta revelación, llega la siguiente: estamos “vendidos” (más bien nuestros datos personales) y no hay nada que hacer al respecto. Para vivir una vida conectada con el resto de las personas, hay que hacer el sacrificio: “Te quedas fuera, y como no te quieres quedar fuera, te tienes que descargar WhatsApp, y si te descargas WhatsApp, tienes que aceptar los términos. No tienes opción”, comentaba una de las entrevistadas. Otra de ellas culpaba al modus operandi de las empresas y sus exigencias: “Te estoy empujando a que aceptes mis datos para no ser una persona al margen de la sociedad”, añadía.
Aquí se confirma que las personas son conscientes de que sus datos personales se usan o pueden estar usándose para cometidos que quizás no verían bien o que directamente les parece mal. Sin embargo, siguen participando en el mecanismo de la llamada economía de la vigilancia para no quedar fuera de las plataformas. Esto pasa porque también existe cierta esperanza de que se usen sus datos para ‘el bien’, o sea, que las empresas no hagan virguerías con ellos y menos si no lo cuentan en su Política de Privacidad. ¿Dónde está el truco? En que los entrevistados también reconocen que no se leen nunca estos documentos antes de usar o instalar una aplicación. Por tanto, ni siquiera saben para qué se usa la información en primer lugar.
También opinan que si los datos se usan para algo “bueno” o “positivo”, el problema desaparece. Las personas jóvenes incluso admiten que no les molesta ser “parte de una estadística” para las empresas que recopilan datos. Pero también son ambivalentes: eso de que no les importe puede cambiar con facilidad con el discurso adecuado, lo que muestra también una falta de conocimiento sobre qué se hace realmente con nuestra información personal.
Pongamos el ejemplo que pusimos a los entrevistados: que rastreen la localización de nuestro teléfono móvil para conocer los sitios y los locales por los que pasamos, y así colocar publicidad personalizada en nuestros dispositivos, es una mala práctica que afecta a nuestra privacidad, según afirman. Y que los usara una administración o el Gobierno para saber dónde estamos en un momento específico, como una manifestación, también lo es. ¿Qué pasa si esos datos de localización se usan para encontrarnos en medio del monte un día que nos hemos perdido haciendo una ruta? En ese caso el grupo de discusión cambia de parecer: de pronto, que los mismos actores almacenen y usen nuestros datos es algo positivo porque nos van a salvar. A pesar de saber que luego se pueden usar para muchas otras aplicaciones que no son tan positivas.
“Mientras sean datos que obtienen únicamente para hacer estudios, a mí, por ejemplo, no me importa que usen o tiren de mi privacidad”, nos decía una de las chicas jóvenes entrevistadas.
Del análisis de estas conversaciones se desprende que hay una gran falta de interés por formarse en medidas de higiene digital o en conocer mejor cómo funciona el mecanismo de extracción de datos de las aplicaciones y otros servicios digitales. No sabemos por qué está motivada, pero sí que es preocupante ver que en un momento en el que estas tecnologías(así como las redes sociales) están tan presentes en el día a día de la ciudadanía, hay tan poco conocimiento sobre cómo afecta la falta de privacidad.
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Por ponerlo más claro: las personas entrevistadas creían en afirmaciones como que “nuestro móvil nos escucha”, una creencia muy extendida que no está demostrada. Sin embargo, ninguna admitió saber qué consecuencias tiene eso más allá de considerarlo una falta grave a su privacidad. Tampoco consideraron que dejar de usar ciertas plataformas digitales que extraen mucha información de ellos, o al menos aprender a configurarlas de manera más segura y privada, fuese una opción.
Además, hay diferencias entre adultos jóvenes y personas más mayores, por encima de los 50 años. La sensación de estar “vigilados” o “controlados” por multinacionales cambia según nos movemos en el rango de edad: los jóvenes no se sienten “sujetos de vigilancia de manera individualizada”, sino parte de un sistema de recopilación estadística. Como hemos dicho antes, esto les da igual. Eso sí, deja de causarles indiferencia cuando se les puede identificar, cuando se le pone cara a lo que hacen. Solo al hacer notar esa preocupación, se desmonta el clásico argumento de que “no me importa que me vigilen, ya que no tengo nada que esconder”.
Los adultos mayores, por otro lado, sí que tienen la sensación de estar controlados, pero su concepto de vigilancia es otro. Es que el Gobierno o alguna administración, o empresas como sus bancos, puedan saber qué están haciendo en todo momento y consigan manipularles.
Y aquí es donde entra la sobreexposición de información en redes sociales. Esto se da también porque, en realidad, no se llega a formar una relación causa-efecto entre la economía de la vigilancia (que causa la personalización) y las estrategias que tienen las plataformas para mantenernos dentro de la aplicación. Que si las notificaciones, los push, los sonidos similares a timbres, el scroll infinito, las modalidades de likes, reacciones, comentarios… Todo eso hace que estemos todo el rato pendientes del móvil y de las plataformas. Por supuesto, esto genera más datos y más información que suponen beneficios para las empresas propietarias.
Esto es algo que los participantes del estudio no llegan a percibir por sí mismos. Digamos que lo único que notan es la segunda parte, esa en la que se sienten excluidos de su grupo social si no utilizan ciertas plataformas y en la que admiten que les genera cierto enganche y dependencia. “Yo dejé de usar Instagram por eso mismo, porque es que me daba cuenta de que estaba perdiendo todo mi tiempo en mirar lo que hacía el resto de la gente”: “No sé qué estoy haciendo mirando veinticinco mil historias”, explicaba uno de los chicos entrevistados.
Eso sí, son conscientes de que existen ciertos mecanismos en las redes sociales que les empujan a ese enganche inevitable. Por un lado, está la atención constante que reclaman las plataformas a través de funciones como las notificaciones y el muro infinito, pero también tiene que ver el FOMO, el llamado Fear Of Missing Out, el miedo a perderse parte de la vida que tiene lugar en ese mundo online. Por eso, admiten que, o sigues las reglas de las plataformas, o quedas excluido de tu grupo social, por ejemplo.
Del estudio pudimos concluir que por parte de las mujeres jóvenes había una percepción de su cuerpo como una herramienta que podía generar popularidad. Consideran que una foto de un cuerpo es algo “íntimo”, pero que al colgar una del estilo en redes sociales en el que claramente se ven atributos físicos se está haciendo una elección sobre su privacidad. Sin embargo, ¿es así cuando son los mecanismos de las redes sociales las que te empujan a colgar la foto?
Los jóvenes hicieron notar que sentían cierto enganche a las redes sociales por el hecho de que son plataformas en las que hay que estar si se quiere tener cierto estatus social, especialmente al hablar de Instagram. También admitieron que por mucho que quisieran dejarla, no terminaban de conseguirlo y siempre volvían a ella. Este no sería el único comportamiento tóxico con la plataforma, sino también la necesidad de tener likes y comentarios en una publicación.
En septiembre, la extrabajadora de Facebook Frances Heugan filtraba a la prensa estadounidense unos informes internos de la red social que, entre otras cosas, demostraban que Meta sabía que Instagram infunde una presión psicológica sobre sus usuarios, especialmente entre las chicas jóvenes. Las jóvenes entrevistadas confirmaban esta premisa con sus comentarios y su actitud hacia esta plataforma.
Tal y como analizamos en el estudio, podemos concluir que nos encontramos ante una pescadilla que se muerde la cola: las plataformas digitales emplean ciertos mecanismos para potenciar su engagement -la interacción de los usuarios sumada al tiempo que pasan dentro de ellas-, nosotros nos sentimos atraídos por ellas hasta el punto de no poder dejarlas, se crea una burbuja en la que comenzamos a sentir la necesidad de ser reconocidos y aprobados a través de likes e interacciones, y así las compañías consiguen datos y conocimiento sobre nosotros que luego venden a los anunciantes.
“También subo mucho [publicaciones] para que me reaccionen, y así yo me siento mejor conmigo misma y me siento querida, porque valgo algo”, admitía una de las entrevistadas. “Y también es una cosa de ego y de sentirme bien. Y de sentir que a la gente le gusto, que soy guapa…”, respondía otra en el mismo grupo de discusión.
Y ojo, que aunque estos comportamientos predominasen en las mujeres por la cultura exhibicionista, también los hombres jóvenes entrevistados admitían caer ante esta “economía del like”: “Tú expones partes de ti mismo, aquellas que crees que son las mejores, ¿no? Y es totalmente legítimo utilizarlo para caer bien, para ligar y claro, eso también puede después derivar en otros problemas, en necesitar esa aprobación o el estar exponiéndote todo el rato a tus seguidores, tus amigos, quienes sean”, explicaba uno de los entrevistados.
En diciembre, la Comisión Europea publicó un eurobarómetro sobre cómo la ciudadanía europea veía el avance de Internet y sus derechos digitales y que va en línea con las principales conclusiones de nuestro estudio. Entendemos por derechos digitales aquellos con los que contamos en el mundo físico, pero que se pueden aplicar también en Internet. Por ejemplo, poder tener seguridad y privacidad cuando usamos servicios digitales u otros como poder desconectar de esos mismos servicios cuando los utilizamos en nuestro trabajo y estamos fuera de nuestro horario laboral.
Uno de los puntos clave que arroja este eurobarómetro es que poco más de un tercio de la población europea (un 39%) es consciente de que sus derechos también se tienen que proteger en el plano online. Si nos fijamos solo en España, el porcentaje es similar: un 40% aún no es consciente de que en Internet también estamos protegidos y que hay ciertos derechos que podemos ejercer por nuestra cuenta.
Estos resultados que señala el eurobarómetro van unidos al hecho de que la gran mayoría de las personas jóvenes encuestadas (un 90%) han asegurado que les vendría bien tener más información acerca de sus derechos y responsabilidades al usar servicios digitales. En general, tres cuartas partes de la población europea encuestada (76%) han admitido necesitar esta formación. La diferencia entre los países escandinavos y nórdicos y el sur o el este de Europa también es notable: en los primeros hay mucha más conciencia de que los derechos digitales existen.
Todo esto contando con que el barómetro confirma que hay una preocupación por parte de la ciudadanía acerca de cómo las empresas y las administraciones usan sus datos personales. España coincide con la media europea: un 46% de las personas encuestadas señalaron este punto como algo que les causaba inquietud, sólo por detrás de sufrir un ciberataque y proteger a los niños de los peligros de Internet.
Entre las grandes conclusiones del eurobarómetro, la guinda final: nueve de cada diez europeos considera que la formación digital es necesaria. Prácticamente todos piensan que las herramientas digitales e Internet serán importantes para su vida en el futuro (especialmente los jóvenes), pero sigue estando presente ese desconocimiento general sobre cómo funciona su vida y sus derechos en ese entorno.
Este conjunto de datos y hechos nos deja un sabor agridulce, pero también una conclusión muy clara: la alfabetización digital y la formación sobre el valor de los datos personales es más necesaria que nunca. La ciudadanía sigue viendo el sistema de extracción de datos y de la economía de la vigilancia como algo lejano e impersonal, algo que no puede afectarles, y la relación con la maquinaria de extracción de datos de las redes sociales a partir del tiempo que les dedican sigue sin calar. Por eso, también incluimos una serie de recomendaciones que podrían mejorar este panorama.